La sucesión de acontecimientos terribles en la Tierra día tras día nos recuerdan los signos anunciados por Jesús antes del “fin” del mundo (Mateo Cap. 24). Sin embargo nuestro instinto de supervivencia nos hace tener esperanza en que todas las bellezas naturales que nos rodean no se acaban: nos entusiasmamos ante una exhibición artística, al escuchar música, o alguna canción; un atardecer o un amanecer provocan en nosotros emociones indescriptibles; la belleza de una mujer o de un hombre nos atraen; el mar, los ríos, las vigorosas cascadas embriagan nuestra sensibilidad. Todo lo hermoso que nos rodea nos une apasionadamente a este Planeta.
Tal vez sea por esta atracción que relacionamos el “fin” únicamente con la Tierra, con los hombres y con las cosas de este mundo. A pesar de todo parecería necesario que eso ocurra: “Pues Cristo debe reinar hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el último enemigo que será abolido es la muerte. Porque Dios ha puesto todo en sujeción bajo sus pies” (1º Carta Corintios 15, 25-27).
Si prestamos atención a la afirmación del Apóstol Pablo descubrimos que el “fin” no significa destrucción sino sumisión. El único elemento que será eliminado será la muerte. Todos los enemigos quedarán sujetos a Cristo, eso significa salvación, vida, no destrucción, así como fue afirmado: “Yo soy el camino la verdad y la vida” (Juan 14, 6). Por lo tanto estar sujetos a Aquel que reinará tiene el sentido de “creación” de una nueva vida, y el “fin” se convierte en “inicio”:“Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el principio y el fin” (Apocalípsis 22, 13). La sumisión es una necesidad para crear un único reino “Es necesario que Cristo reine”, porque toda la Creación, nacida de la infinita Sabiduría y junto a la Sabiduría-Cristo, tiene un único objetivo: la unión o la reunificación con el Espíritu Creador. “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. El estaba en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de El, y sin El nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1, 1-3). Además “Es necesario que Cristo reine” ya que todos los espíritus crísticos enviados a la Tierra no han logrado influenciar las decisiones del hombre hacia una salvación consciente, es decir, preferir esos comportamientos materiales y espirituales, elegidos con el “libre albedrío”, capaces de hacer que la humanidad de un salto evolutivo. El mismo Cristo se hizo hombre y siendo hombre se inmoló, pero ni siquiera esto fue suficiente por lo tanto es una necesidad llamar a todos los elegidos para que se reúnan: “Pero, según su promesa, nosotros esperamos nuevos cielos y nueva tierra, en los cuales morará la justicia” (2º Carta Pedro 3, 13). Lamentablemente este traspaso no será indoloro en cuanto a lo imperioso que pasa a ser el cambio de la humanidad a nivel físico-material, económico-social, cultural-educativo, moral-espiritual: “Porque habrá entonces una gran tribulación, tal como no ha acontecido desde el principio del mundo hasta ahora, ni acontecerá jamás” (Mateo 24, 21).
La predicción de Jesús hace dudar sobre el término “mundo” al que hace referencia y no quiere decir que se refiera únicamente a la Tierra sino que podría referirse al “Universo” o a la “Creación”, es decir, “el todo”. Inclusive el mismo “Padre Nuestro”, la oración que Jesús enseñó a los Apóstoles, podría tener una interpretación diferente, aunque parezca rebuscada. En el fragmento que dice: “Hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo”, los adverbios en griego ὥς y en latín sicut tienen un significado comparativo “así como es en el Cielo que también sea en la Tierra”, pero podría querer decir “así en el Cielo como en la Tierra”, cuyo verbo “hágase” se refiere lo mismo al Cielo que a la Tierra. Pero la promesa sobre la instauración del Reino queda abierta y tiene que ver con una regeneración total: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, preparada como una novia ataviada para su esposo” (Apocalípsis 21, 1-2). Esta expectativa pasa a ser real si consideramos que también “en el Cielo” es necesario que se instaure este Reino prometido ya que, evidentemente, ese “Cielo”, al que imaginamos perfecto, no lo es tanto. “Porque en Él fueron creadas todas las cosas, tanto en los cielos como en la tierra, visibles e invisibles; ya sean tronos o dominios o poderes o autoridades; todo ha sido creado por medio de Él y para Él. Y Él es antes de todas las cosas, y en Él todas las cosas permanecen. Él es también la cabeza del cuerpo que es la iglesia” (Colosenses 1, 16-17). Si la perfección tuviera que ver con el “Cielo” la afirmación del Justo Job sería incomprensible “Las estrellas no son puras a sus ojos” (Job 25, 5).
La Justicia divina no puede ser imperfecta y por lo tanto su juicio es perfecto. El Espíritu juzga a Sus criaturas según el concepto de causa-efecto, por lo tanto el juicio se basará en el mérito. Todos los seres animados, incluidos los cuerpos celestes, tienen un espíritu eterno y como tal están sujetos a juicio sobre su crecimiento conforme a las leyes del espíritu. También hay que tener en cuenta que toda la Creación está sujeta a la corrupción de la materia: cuanto más materia compone al cuerpo físico más sujeto se encuentra el mismo a la corrupción. “Porque la creación fue sometida a vanidad, no de su propia voluntad, sino por causa de aquel que la sometió, en la esperanza de que la creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Romanos 8, 20-21). Si esto vale para los así llamados “cuerpos celestes” quiere decir que con más razón vale para quienes habitan las innumerables “moradas” del Padre. Según el imaginario colectivo los Ángeles “hijos de Dios” que se quedaron en la Tierra se rebelaron a las costumbres de su orden y grado “los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas, y tomaron para sí mujeres de entre todas las que les gustaban” (Génesis 6, 2). Sabemos que Jesús tuvo que tratar con Satanás que estaba en la Tierra. De hecho Él se retiró al desierto “Y estuvo en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás; y estaba entre las fieras, y los ángeles le servían” (Marcos 1, 13). “Entonces Jesús le dijo: ¡Vete, Satanás! Porque escrito está: ‘al Señor tu Dios adoraras, y solo a el servirás’. El diablo entonces le dejó; y he aquí, ángeles vinieron y le servían” (Mateo 4, 10). Pero ¿los Ángeles rebeldes y sus colaboradores están realmente todos en la Tierra? Si leemos el Libro de Enoc (Etíopico) éste nos plantea otra realidad: “Allí vi siete estrellas parecidas a grandes montañas, que ardían, y cuando pregunté sobre esto, el ángel me dijo: Este sitio es el final del Cielo y de la Tierra, ha llegado a ser la prisión de las estrellas y de los poderes del cielo. Las estrellas que ruedan sobre el fuego son las que han transgredido el mandamiento del Señor, desde el comienzo de su ascenso, porque no han llegado a su debido tiempo y Él se irritó contra ellas y las ha encadenado hasta el tiempo de la consumación de su culpa para siempre, en el año del misterio” (Capítulo 18, 13-16). “Después Sariel me dijo: Aquí estarán los Vigilantes que se han conectado por su propia cuenta con mujeres. Sus espíritus asumiendo muy diversas apariencias se han corrompido y han descarriado a los humanos para sacrificarlos a demonios como si fueran dioses, hasta el día del gran juicio, en que serán juzgados y encontrarán su final. En cuanto a sus mujeres, las que fueron seducidas por los Vigilantes, se volverán sosegadas. Yo Enoc, solo, he visto la visión, el final de todas las cosas” (Capítulo 19, 1-3).
De estos dos pasajes citados pertenecientes al Libro de Enoc, más allá de las simbologías, parecería ser que los rebeldes habitan en lugares celestes y que ellos influencian la mente de los humanos. Aunque tuviéramos que poner en duda la veracidad de las visiones de Enoc hay muchas analogías con la visión de Juan el Apóstol: “El quinto ángel tocó la trompeta, y vi una estrella que había caído del cielo a la tierra, y se le dio la llave del pozo del abismo. Cuando abrió el pozo del abismo, subió humo del pozo como el humo de un gran horno, y el sol y el aire se oscurecieron por el humo del pozo. Y del humo salieron langostas sobre la tierra, y se les dio poder como tienen poder los escorpiones de la tierra. Se les dijo que no dañaran la hierba de la tierra, ni ninguna cosa verde, ni ningún árbol, sino sólo a los hombres que no tienen el sello de Dios en la frente” (Apocalísis 9, 1-4). Quienes liberan y apoyan a la Bestia que se arroja en contra de los justos de la Tierra llegan del Cielo. Antes de que el Juez se imponga y restablezca Su Reino tendrá lugar la gran batalla entre Miguel y sus ángeles y el Dragón con sus ángeles, “Y una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; estaba encinta, y gritaba, estando de parto y con dolores de alumbramiento. Entonces apareció otra señal en el cielo: he aquí, un gran dragón rojo que tenía siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas había siete diademas. Su cola arrastró la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó sobre la tierra. Y el dragón se paró delante de la mujer que estaba para dar a luz, a fin de devorar a su hijo cuando ella diera a luz. Y ella dio a luz un hijo varón, que ha de regir a todas las naciones con vara de hierro; y su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono. Y la mujer huyó al desierto, donde tenía un lugar preparado por Dios, para ser sustentada allí, por mil doscientos sesenta días. Entonces hubo guerra en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón. Y el dragón y sus ángeles lucharon, pero no pudieron vencer, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo” (Apocalípsis 12, 1-8).
Recién entonces Cristo, cuando todos los enemigos del Cielo y de la Tierra, se encuentren a sus pies, instaurará el Reino prometido y habrá “un nuevo Cielo y una nueva Tierra”.